Carmanyola

Solemos esperar a que el gerente salga del despacho y nos diga hasta luego. Entonces, cualquiera de nosotros cinco —generalmente es Beltrán, que no conoce la falta de hambre— se acerca hasta la neverita que hay junto a la fotocopiadora y nos trae la comida. Después viene la sesión de microondas, y a continuación el ritual, cada uno con sus provisiones sobre la mesa, como si estuviéramos abriendo regalos en lugar de fiambreras o paquetes de papel de aluminio. Vamos levantando tapas o retirando envoltorios y voceando el contenido igual que los niños de la lotería van cantando los números del premio. “Sorpresa”, refunfuña Mateo, “macarrones”, lo cual ya sabíamos porque es lo mismo que trajo ayer y lo mismo que traerá mañana. Es su mujer la que cocina, para él y para sus tres hijos, y por ello nadie espera ni dispendios ni alardes de nouvelle cuisine. Sofía abre su práctica tartera dividida en dos secciones; a un lado la ensalada, siempre, y en el otro hay esta vez unas tajadas que parecen de pescado rebozado. Sofía está casada con Rodri, de Asesoría y Proveedores, y esa es la razón por la que ambos estamos aquí, en vez de haber ido a comer a un restaurante y a cogernos de las manos o juntar nuestros pies por debajo de la mesa. Dentro del horario laboral sólo jugamos a esto, a revelar los tesoros recalentados que esconden nuestros cofres del almuerzo. Luz ha traído un bocadillo; pan integral, fiambre de pavo, queso fresco y una rodaja de tomate. Lo hace porque no quiere engordar, pero también porque así puede trabajar mientras come y, según ella, salir antes de la oficina (nunca se va antes que el gerente; creo que me explico). “Paellita”, canturrea Beltrán, en contraste con la ironía y la amargura de Mateo. Es un tragaldabas, sí, pero al menos tiene el detalle de prepararse su comida. Yo no puedo decir lo mismo. Me temo que pertenezco a esa clase de hombre y marido. Mi mujer me ha puesto croquetas y media tortilla que sobró de la cena de anoche. Hay algo entre la comida. Qué raro. Parece un papel. Si fuera Mateo, a lo mejor agradecía la sorpresa, pero a mí no me van ni en el roscón de Reyes. Lo cojo. Es una cartulina, una tarjeta de visita, de nuestra empresa —el logo en el extremo superior derecho—, leo: Rodrigo Valladares, Asesoría y Proveedores… La sangre me ha dejado de circular, lo noto. Doy la vuelta a la tarjeta y leo en el reverso algo escrito a bolígrafo: “A ti también te voy a matar”. Así que esto era el miedo. El de verdad. Me doy cuenta de que lo que más me asusta, en el fondo, es ese también. Automáticamente clavo los ojos en Sofía, quiero gritarle “¡No comas!”, pero sus carrillos están hinchados y su mandíbula inferior se menea con enjundia mientras observo cómo parte de una hoja de lechuga se desliza por sus labios hasta desaparecer en el interior de su boca, y de algún modo sé que ya no hay nada que hacer.

 

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Segundo plano

Hay que fijarse muy bien. En aquella época, cuando nadie tenía un reproductor de vídeo en casa, era casi imposible darse cuenta. Hoy, con los programas informáticos que permiten congelar la imagen, ampliar el fotograma y desplazarse por la escena de punta a punta, uno puede advertir hasta el más recóndito detalle. Es en el minuto 38:44 de película. La secuencia en la que el senador interpretado por Douglas Flynn (D.E.P.) les revela a sus colegas que sospecha de su propio hijo, “Creo que ya sé quién nos ha traicionado, y no he necesitado salir de casa para ello”, es lo que declama Flynn, y no hace falta más para que el espectador sepa a quién se refiere el compungido senador. He ampliado la imagen y después la he arrastrado unos centímetros hacia la derecha. Lo que se ve entonces en la pantalla del ordenador es una porción borrosa de la túnica del senador que ocupa la mitad derecha del plano (como si el personaje hubiera intentado atravesar el cristal de la pantalla desde el otro lado y en su vano intento hubiera quedado aplastado contra él como un vulgar mosquito de carretera), mientras que la mitad izquierda muestra —ahora de forma más clara— los torsos y las cabezas de media docena de pretorianos o centuriones (nunca he sabido bien la diferencia), hieráticos y tensos como manda la disciplina marcial, aunque sólo en teoría, pues hay uno de ellos que sonríe.

Es una sonrisa contenida y ceñida que se revela en sus ojos entornados, tanto o más que en la propia mueca de los labios. Este detalle, por supuesto, fue imperceptible en su momento, por mucho Cinemascope o VistaVision que le pusieran al asunto. Tampoco es que el filme sea un clásico ni nada que se le aproxime. Se trata de una de tantas coproducciones rutinarias, con Almería o Mérida convertidas en Egipto o Roma, con un despliegue obsceno de cartón-piedra y con un reparto lleno de mediocres actores italianos y españoles parapetados tras un falso apellido anglosajón (el verdadero nombre de Douglas Flynn era, como todo el mundo sabe, Darío Flamenco). Que El ocaso de los bárbaros no fuera ninguna obra maestra no supuso impedimento alguno para que mi padre presumiera por fin de haber conseguido un papel en una superproducción (sic) internacional. Digo por fin porque aquella fugaz aparición como figurante vestido de soldado romano llegó tras innumerables intentos y tres decenas de años persiguiendo la ilusión de una carrera en el mundo de la interpretación. La película es de 1967; es decir, mi padre tenía ya 49 años, una edad que ahora puede parecer incluso juvenil, pero que entonces se veía de manera distinta. Y eso que el viejo murió con 94 cumplidos. Me contó muchas veces —especialmente en el tramo final de su vida, demasiado propenso a la repetición sistemática y en exceso digresiva de anécdotas del pasado— aquella presunta promesa que le hizo el actor Eli Wallach de que cuando ambos cumplieran los 100 quedarían para emborracharse y pegarse una comilona de esas que encenderían las alarmas de la Organización Mundial de la Salud. Quién sabe. El caso es que, la verdad, la única demostrable, es ese cameo en aquella película de tercera división (ni siquiera aparece su nombre en los créditos; probablemente le pagaran su labor artística con un bocadillo de tortilla).

Podría decir que fue duro para él. Cualquiera imaginaría que su vida fue una frustración continua. Pero nada más lejos. Quien sufría en realidad era mi madre. Era ella quien tiraba adelante para que el negocio que nos daba de comer a todos —la bodega reconvertida años después en restaurante económico y asador de pollos— siguiera siendo rentable pese a la cooperación intermitente de mi padre, que desaparecía durante días para preparar sus personajes, acudir a castings y estudiar guiones o libretos. Se inició en el teatro, especializado en papeles cómicos. Obras modestas, a veces representaciones callejeras de las de pasar la gorra después; llegó, eso sí, a formar parte de una compañía de cómicos que completó una mini gira por Galicia y Asturias, aunque —y esto lo sé por mi madre— sólo en un par de ocasiones su interpretación iba acompañada de diálogo. Allí se conocieron, durante una verbena celebrada en un pueblo costero cerca de Gijón. Como es lógico, al principio mi madre quedo fascinada por el desparpajo y las aspiraciones futuras de aquel muchacho con trazas de galán. Querer comerse el mundo con menos de veinte años es natural. Pretenderlo pasados los treinta, según mi madre, era temerario (yo creo que ella iba aún más allá; en el fondo pensaba que era grotesco). Por entonces, ella era todavía incapaz de calibrar la dimensión real del empecinamiento del viejo.

Ni siquiera la guerra pudo aniquilar su inveterado deseo de triunfar sobre un escenario. Por muy fantasiosos que fueran, supongo que los delirios de fama de mi padre eran un remanso de ingenuidad que hacía más soportable el sonido de los disparos y las bombas. De este modo, el noviazgo de mis padres prosperó y se prolongó por encima de toda dificultad o penuria. Él continuó prodigándose en papeles intrascendentes y en aquello tan común del figurante multitarea. Pero regresaba a casa y nos contaba su experiencia como si viniera de salir ovacionado por haber bordado un Segismundo o un Max Estrella memorable. El rostro de mi madre conteniendo el impulso de decirle lo que pensaba a su marido es una de las estampas familiares que mantendré de por vida en mi álbum particular. No hacían falta las palabras para adivinar lo que ella opinaba sobre la vocación artística de mi padre, pero él, o bien era incapaz de advertirlo cegado por sus ilusiones, o bien fingía de maravilla no darse cuenta de nada, con lo que, de ese modo, estaría demostrando al mismo tiempo que en efecto tenía madera de actor. En la cara de mi madre se distinguía perfectamente la mezcla de emociones repartidas en dos hemisferios. Los labios tan fruncidos que llegaban a desaparecer a la vista, absorbidos y apretados contra los dientes, y esa arruga en la barbilla que la afeaba tanto y que era como una marca de erosión provocada a fuerza de tragar tanta ira. Y luego estaba el hemisferio norte para contradecir o compensar el tornado emocional inferior. Unos ojos que miraban con ternura y se esforzaban por aparentar interés o aun admiración. Yo sé que mi madre lo quería, y que envidiaba su carácter, su tesón y su capacidad para anteponer el placer a las obligaciones. Otra cosa es que pensara que su esposo tuviera talento. A lo mejor era condescendencia y no ternura lo que se desprendía de aquella mirada entre atónita y sagaz.

Es fácil ponerse del lado de él en esta historia; es el personaje positivo, el tipo que persigue sus sueños. Yo intento no juzgar las cosas de un modo tan convencional. Me niego a ver a la vieja como una amargada y una castradora de ilusiones ajenas. No es eso. Tiene que ser muy duro convivir con alguien que cree tener talento y que (independientemente de si en verdad lo tiene o no) no aporta prueba alguna que lo corrobore. Y pasan los años, y vienen las dificultades, y llegan esos momentos en los que hay que plantearse renunciar a según qué cosas o apostar de nuevo por lo que te dicta el corazón, y, con ello, arriesgarse a fracasar por enésima vez. Mi madre nunca daba muestras de entusiasmo, pero jamás alzó la voz para oponerse. Sólo lo miraba de aquella manera; esperando, supongo, que él se percatara o dejara de actuar.

La aportación de mi padre al negocio familiar pasó de intermitente a esporádica, y de ahí, en los últimos tiempos, a insólita. La culpa fue del cine, al que empezó a prestar atención cuando fue consciente de que tener al público delante cuando te equivocas en un diálogo (más todavía cuando ese diálogo es el único que te toca en suerte) no resulta una experiencia demasiado agradable. Y si algo tan tremendo como una guerra civil no fue capaz de retirarlo de las candilejas, menos aún se iba a plantear algo semejante por el hecho de convertirse en padre. Según su versión —que cada cual decida en qué medida se acerca o se aleja de la realidad—, vinieron a avisarle de que yo estaba por nacer justo cuando aguardaba su turno para hacer una prueba de reparto para Los ojos dejan huellas, la película de Sáenz de Heredia protagonizada por Raf Vallone, a quien mi viejo siempre fingió odiar —el verbo fingir es mío— por haberle arrebatado el papel. Menos mal que no decidió odiarme a mí por mi inoportunidad para elegir el momento de estrenarme en este mundo… En fin. Su hoja de servicios en el séptimo arte es tan paupérrima como la teatral (y encima menos prolija). O eso es lo que yo he creído hasta hace poco; hasta decidirme a probar las prestaciones de estos programas informáticos que, entre otras soluciones y virguerías, han extinguido la amenaza de impertinentes jirafas en la parte superior del plano o de chistosos anacronismos que provocan orgasmos entre cierto sector insidioso de la cinefilia que parece disfrutar más cazando gazapos que prestando atención a las historias. Eso sí, para que la garantía sea total hacen falta trabajo y paciencia. Cantidades ingentes de ambos. Por eso imagino que hasta hoy nadie, salvo yo, parece haberse dado cuenta de lo que logró mi padre.

De acuerdo, nunca tuvo un papel relevante en ninguna película medianamente decente o popular. Está claro. Ahora bien, eso no significa que no haya dejado un legado, una señal, una muestra de su paso por la historia del cine. Muchos que han visto sus nombres en los títulos de crédito han vivido y viven soportando el anonimato ante un público que no se fijó en ellos o bien los olvidó tan pronto abandonó la sala. Títulos de crédito que, por otra parte, conviene aclarar que acostumbran a ser ignorados y aun desdeñados por los espectadores —que levantan el culo tras el último fotograma—, los exhibidores —la mayoría encienden las luces durante los créditos, como dando fe de que lo importante de la película ya ha pasado— y no digamos los canales de televisión, que los cercenan como si fueran miembros gangrenados. Así que lo fundamental, hablando como hablamos de un medio audiovisual, no es dejar un nombre, sino una imagen. Y aquí está. A la izquierda y en segundo plano, al fondo de la túnica del emperador, junto a un grupo de centuriones o pretorianos tiesos e inexpresivos, lo cual le hace destacar todavía más; mi padre, con su sonrisa y su gesto de traviesa felicidad en esos ojos achinados que parecen querer mirar directamente al espectador para decirle “éste soy yo, lo he conseguido”, su cuerpo embutido en el peplo cobrizo y su cabeza tocada con ese casco que le queda algo pequeño, y esa mirada que apunta hacia afuera, hacia el mundo —hacia la historia, pensaría él—, esos ojos oscuros que la copia cutre de la película convierte en grises y que proyectan su legado atravesando dos fronteras de cristal: la de la pantalla del ordenador y la de las lentes, unas anacrónicas gafas cuadradas y de montura metálica.

No sé si fue el primer o quizá el único centurión con gafas de la historia del cine. Lo que sí me atrevo a suponer es que todos aquellos que lo hubieran podido ser habrán pasado ya por el proceso de limpieza informática antes de reencarnarse en versión DVD, Blu-Ray o digital. La ventaja de salir en un despojo fílmico como El ocaso de los bárbaros es que resulta más que improbable que alguien se plantee rescatarlo del olvido. No recuerdo que la hayan pasado siquiera como relleno en una de aquellas Semanas Santas de antaño, en las que la televisión estaba ocupada en su integridad por curas y péplums. De todas las hipotéticas copias que puedan quedar en circulación, no creo que haya más de dos o tres aparte de la mía. Tuve que proyectar la película sobre una pared blanca e irla grabando con la cámara de vídeo al mismo tiempo. Después, en la tienda de fotografía me hicieron la copia en DVD. La que tengo ante mis ojos. La cara sonriente y algo pixelada del viejo que me habla sin decir nada; sus gafas son más elocuentes que cualquier comentario. A esas hienas de filmoteca que se dedican a recolectar gazapos les diría, para empezar, que mi padre se la metió bien metida. Porque si una cosa tengo clara es que no fue un descuido —que nadie culpe al script ni al montador—; el viejo sabía lo que se hacía. Estoy seguro de que posó para la secuencia igual que el resto y, un segundo después de que el director gritara acción, se colocó las gafas. Tal vez confiaba en que yo lo acabaría descubriendo. Desde luego que si a alguien le debo mi vocación es a él. Sin embargo, nunca observé en mi madre gestos idénticos a los que le dedicaba a mi padre. A lo mejor ella —amor de madre— pensaba que yo sí tenía talento. O es que se rindió. Imposible saberlo ya. Otra cosa es Lola. Ella sí es bastante clara y hasta dura conmigo. Yo no me enfado porque, como ya he dicho antes, entiendo lo que debe de ser vivir junto a alguien incapaz de demostrar con hechos tangibles algo que no puede explicarse ni tocarse, que corre por las venas y aun por los genes. No le voy a pedir nunca que lo comprenda. A cambio, soporto sus arengas y después me marcho. Amilanado y con la cabeza gacha hasta que bajo el último escalón y, ya en la calle, me siento de nuevo libre y dentro de mi sueño. Sé que es cursi hablar de sueños en este contexto, pero es que no hay manera mejor de definirlo. A los sueños no se les pide un final feliz; basta con que no sean pesadillas. No es cuestión de que se cumplan o no, sino de que sean siempre buenos.

En fin, viejo, aquí estoy. He ensayado tu sonrisa y ya me sale idéntica. Ojalá pudieras verme con estas botas con espuelas, estos vaqueros andrajosos, este chaleco de cuero con flecos y esta camisa de cuadros tan auténtica. Sé que te fuiste con las ganas de hacer un western. Y mira que rodaron de esas aquí, sobre todo en Almería. Ah, y el revólver. Parece de verdad, aunque no me lo han dejado traer a casa. Ya me miraron raro cuando les pregunté si podía traerme la ropa para hacerme una foto con Lola y los chicos (el mayor vino hoy a comer). La pistola me la darán allí luego. El sombrero es fabuloso. Igual que la cartuchera y la canana. Puro cine. A poco que pueda, me lo traigo todo de estrangis. En fin. Ya ves. Yo también lo he conseguido. Aunque no he sido tan valiente como tú. En mi caso, he tenido que esperar a jubilarme. Era eso o que Lola me diera una patada en el culo. Pero ya está. Mi escena no es gran cosa. A estas alturas tampoco voy a aspirar a mucho más. Me toca hacer de pistolero muerto. No es que me maten en la película. Bueno, sí. A ver; el tiroteo en el que supuestamente me matan no saldrá en pantalla. La secuencia arranca conmigo y otros tres fulanos tirados en el suelo, a la puerta de un establo. El protagonista llega allí, nos zarandea y nos da unos puntapiés para confirmar que estamos muertos y luego nos roba las armas. Lo más probable es que sólo se me vea media cara, de perfil, y además tumbado, pero será suficiente. Voy a hacer lo mismo que tú. He elegido estas de color chillón y tan modernas porque en aquella época ya se habían inventado, claro. Es el siglo diecinueve, no el año uno antes de Cristo. Esperaré a que griten acción y me las pondré.

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Horror platónico

Ahora que llevas unos días muerta, empiezas a oler un poco menos mal que cuando estabas viva. De todas formas, sigue dándome asco tocarte. Qué cosas.

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Auditórrido (Capítulo final)

En una historia de buenos y malos al uso es probable que Pachón figurara siempre en la nómina de los segundos. La vida real, sin embargo, es algo más compleja que un simple cuento maniqueo, y lo que llamamos perezosamente bueno o malo depende a menudo del destinatario de nuestras acciones. El Máquina es de los que piensan en sí mismo cuando se trata de ayudar, y en el prójimo cuando se trata de joder. Ya sé que le trae al fresco si con sus chanchullos puede estar poniendo en peligro el puesto de trabajo de un contable, o si con su sentido desmesurado y pueril de la diversión está dinamitando los cimientos de su familia. En este sentido, no es ningún modelo a seguir. Pero cuando el prójimo se llama Elias Davenport, ¿de qué lado se va a poner uno? O, si se quiere: el rival más débil suele inspirar mayor simpatía para el espectador neutral. Y eso que, en mi caso, la neutralidad es un decir.

El champán y el restaurante ya no daban para más. Las dos invitadas se deshicieron en agradecimientos e insinuaciones y dejaron caer con menos sutileza de la que en apariencia pretendían que estarían dispuestas a devolver la cortesía invitando a Pachón y Davenport a una copa en la discoteca Sultán, donde al parecer habían quedado con otras amigas. El Monstruo le hizo saber al americano que él tenía algo preparado ya para después de la cena, pero al mismo tiempo insistió en que nada impedía cambiar de planes si así lo prefería. Todo aquello se había montado para él, para el gran jefe, sus deseos eran órdenes aun fuera de los despachos, la historia de siempre. A Elias Davenport, en principio, le atraía más lo que fuese que hubiera ingeniado su anfitrión, lo que no descartaba tampoco la visita a Sultán en caso de emergencia. En términos presupuestarios, se trataba de la mejor opción. Con ello, Pachón casi se aseguraba el finiquito de aquellas dos figurantes (en realidad, sólo de una, pero eso lo veremos más adelante).

El estatuto oficioso de la movida nocturna establece que aquel local al que acudan más futbolistas es el que se convierte automáticamente en el sitio de moda. Tiene sentido. Está, por un lado, la emoción de codearse con los ídolos que más pasiones y millones mueven a su alrededor. Por otro lado, admitamos el morbo de observar cómo personas que en teoría deberían cuidar su dieta y su salud se ponen hasta las cejas de cubatas horas antes de jugar un partido. Y, por si esto no fuera bastante, pensemos en que los futbolistas poseen la virtud de concentrar un porcentaje muy superior a la media de mujeres bellas y deseosas de conocimiento bíblico. La disco Sultán no estaba mal, pero había iniciado su etapa de decadencia a la par que algunos de sus más ilustres visitantes empezaban a cumplir los treinta y tantos y decidían terminar sus carreras en los Estados Unidos, los Emiratos Árabes y otros lugares similares de paupérrima tradición futbolera. Según Pachampion, era Galaxy 2.0 el local que lo petaba con diferencia en aquellos momentos. A seis kilómetros de la salida norte de la ciudad, lindando con las primeras urbanizaciones de lujo del extrarradio, el edificio de una antigua fábrica de zapatos se había rehabilitado en forma de macro discoteca, y en pocos meses el reclamo de su gente guapa y su música taladradora arrastró a la fauna noctámbula más ilustre. En la pizarra táctica de Pachón, la jugada se iniciaba en la zona de barra para una nueva carga de combustible —a 25 euros la consumición—, tras lo cual vendría una operación casi inversa, esto es, la típica invitación viril a compartir una descarga líquida en los baños. Aquí el yanqui se iba a encontrar con una gran sorpresa: dentro de la cabina en la que el Monstruo lo invitó a entrar, además de un retrete, le estaría esperando una joven que simularía haberse escondido allí para esnifar una raya de coca. Davenport no tomaba ninguna droga que no fuera alcohol, así que la mercancía que aquella chica se metía por la nariz era lo único que no afectaba al presupuesto de la mascarada. En realidad, la chica era una de las dos supuestas admiradoras del restaurante, ahora con el pelo suelto, maquillada como un cadáver desfigurado y vestida como una groupie (camiseta sin mangas que dejaba el ombligo al aire, vaqueros recortados por la mitad de las nalgas y botas de militar; se había cambiado en el taxi camino de Galaxy 2.0). Irreconocible para el americano.

Ya se había alargado bastante la fase de calentamiento. Era el momento de pasar a la competición. Antes de que Davenport tuviera tiempo de devolver su miembro a las profundidades de la bragueta, la chica se las había ingeniado para arrodillarse y tomar el control de la situación. El resto, lo dedujo sin dificultad Pachoneitor cuando vio salir del cubículo a nuestro gran jefe, con los faldones de la camisa colgando y con una sonrisa de esas que sólo conocían las víctimas de sus operaciones empresariales más devastadoras. Un éxito. (Añado, como dato anecdótico, que en la negociación de su pantomima El Máquina intentó sacarle a su amiga un francés de cortesía, pero se ve que no hubo manera.)

¿Se acordaba alguien ahora de aquella muchacha que estaba trabajando en un congreso en Singapur? Por si acaso, había que seguir completando el puzzle. La siguiente pieza: el reservado. Esa palabra —Reservado—, al menos en nuestro mundo de corbatas, tiralevitas y alientos con olor a ginebra, resulta casi mágica. El reservado de la discoteca parecía una sucursal sin ruedas de la limusina. La iluminación, la música de ambiente y la cubitera del champán eran idénticas; sólo difería el estampado de los asientos, en este caso imitación de piel de jaguar. No tardaron ni diez minutos en aparecer por allí las primeras visitantes. Tres pibones de calendario casposo que actuaron como el gancho perfecto para que el americano mantuviera sus niveles de arrogancia y excitación. Al cabo de un rato, se unió a la fiesta la última de las amigas de Pachón, la mejor actriz, aquella que terminaría por convencer al eminente hombre de negocios de que podría regresar a su tierra cambiando el latiguillo “Dios bendiga a América” por el más eufórico y prometedor “Chicago, bájate las bragas”.

Ver a Davenport fornicar era algo que sobrepasaba los límites de la correcta digestión hasta para el Monstruo. Dejó al yanqui consumando su triunfo con la última de las figurantes en el reservado, y él se retiró a celebrar su todavía mayor victoria con un escocés de 12 años que le sirvieron en la barra y que pagó con gusto de su propio bolsillo (me contó que no pidió ticket de caja del mismo modo en que alguien te contaría que no le pidió anestesia al dentista).

Comparada con la del cuarto de baño de unas horas atrás, la sonrisa de Elias Davenport al salir del reservado era el Gran Cañón del Colorado. El hombre enamorado que embarcó en un avión al otro lado del océano ya no existía. El doctor Pachonstein lo había transformado en el máximo aspirante a protagonista del serial latino de sobremesa, el torrente de pasión, el volcán del deseo, todo eso. El Monstruo ya tenía su monstruo.

Ya lo sé. Todavía no viene la palabra fin.

Es lo mismo que yo le comenté. El fin de semana dura, como mínimo, 48 horas. Todo perfecto el viernes, pero, ¿qué pasaba con el sábado y el domingo? Hablamos de Pachón, que nadie lo olvide. Creo haber repetido ya unas cuantas veces que nadie se forja una leyenda porque sí. Con el puto amo rendido a sus planes y patéticamente convencido de haber descubierto sus dotes ocultas de ligón, el Monstruo tenía ahora que lograr que el fin de semana terminara ahí. Es decir, frenar al torrente de pasión. Menuda papeleta. Por eso Pachón es quien es. Lo tenía todo previsto. La jugada final. El golpe maestro.

Sé muy bien que después de una noche de juerga, antes de decidir si uno se retira ya o no, suele sobrevenir un golpe de hambre un tanto caprichoso. Puede que sea un alarde clarividente del organismo, que sabe que si te vas a dormir a las 6 de la mañana lo más probable es que te saltes el desayuno. En la época en que acostumbraba a trasnochar, recuerdo haber protagonizado a menudo la paradoja de desayunar antes de acostarme. Sienta muy bien. Y el menú es variado. Unos días era chocolate con churros, y otros, oreja a la plancha con botellines de cerveza. Imagino que para un estadounidense esto es materia ignota. O sea, entiendo que, aunque Davenport no tuviera ni pizca de hambre, al menos sintiera curiosidad por participar de una pintoresca costumbre autóctona. Además, seguro que se moría por contarle la última batallita sexual a su cicerone. Fuera como fuese, el yanqui recibió de buena gana la propuesta de buscar un bar de los que abrían temprano para recenar, desayunar o comoquiera que se llamase oficialmente aquella comida extemporánea.

Se lo llevó a Casa Eustaquio. Con un par. Cuando vas por primera vez, no encuentras la diferencia entre una chistorra y un cartucho de dinamita. He visto a gente jugar a la ruleta rusa con una ración de pimientos de Padrón (circula la leyenda de que Eustaquio les inyecta algo a los que pican para que piquen todavía más). Absténganse dietistas, nutricionistas y, sobre todo, escrupulosos. Pachón me ha llevado cuatro o cinco veces, y después he ido yo en un par de ocasiones más. Diría que El Máquina es cliente VIP si no fuera porque esa denominación en semejante lugar sería como ponerle Farruquito a una autoescuela. La razón de que el bar no esté clausurado por Sanidad es la misma por la que la policía de Nueva York no entra en determinadas zonas de Harlem. La clientela habitual de Casa Eustaquio es inmune a todo, igual que las ratas del metro, que mueren la primera vez que prueban el veneno pero después engordan como liebres. (Yo no vomité tras mi primera visita, pero tampoco pude dormir aquella noche.) Pachoneitor había pactado con el tabernero tres posibilidades: ensaladilla rusa prehistórica, croquetas de cocido al carbono catorce, o tortilla paisana cuatro estaciones (un año de vida, en otras palabras). Hay otro rumor jocoso que sostiene que algunos productos de Casa Eustaquio tienen la fecha de caducidad impresa en números romanos. Esto da risa, pero si uno piensa que Eustaquio es el único comerciante de la ciudad que sigue aceptando el pago en pesetas, a lo mejor empieza a hacer menos gracia.

En fin. Un poco de ensaladilla por aquí, una croquetita por allá, un pinchito de tortilla… Resumo: Davenport consumió lo que quedaba del fin de semana entre la cama y la taza del váter de su habitación de cinco estrellas. Así hasta que embarcó en su avión de vuelta, el domingo a las 19’45, con un cargamento de Fortasec entre su equipaje de mano, y aun así feliz, entregado de lleno a su nueva faceta: “Soy Elias Casanova Davenport, muñeca; ponte a la cola”.

Desde luego, Pachón siempre tuvo la intención de cargar a la empresa los gastos de aquel viernes. Es verdad que por primera vez en su vida tuvo miedo de que no se los aceptaran, pero creo que fue más un producto de la tensión que otra cosa. Los de contabilidad —fieles como nadie a su cometido— trataron de cazarlo con la pobre argumentación de que la factura del restaurante se había emitido a las 00:08 horas, lo que significaba que dicho gasto pertenecía al sábado y debería, en consecuencia, superar el filtro de control especial. Pamplinas burocráticas para asustar panolis. Y aun así, aun en el caso de que El Máquina hubiera tenido que pagar aquella cena, no creo que su felicidad fuera menor. Pensemos en todo el entramado, en todos los costes derivados del mismo que se colaron como buenos y que todavía siguen habitando como agentes infiltrados en los libros de cuentas de la empresa. Me descojono cada vez que imagino cuántas de las amigas no académicas de Pachoneitor están dadas de alta como profesionales autónomos en nuestros ficheros de proveedores (taxistas, consultores, relaciones públicas, monitores de lo que sea) sin que ningún altivo hermeneuta de la sección financiera sospeche lo más mínimo.

Y la guinda: apenas tres meses después, llegó a nuestros oídos y nuestras cuentas de correo electrónico la noticia de que Elias Davenport había sido detenido por intento de abuso sexual. La demandante era Cynthia T. T., gerente de operaciones en Centroamérica, quien —mire usted por dónde— venía resistiéndose de forma repetida a las insinuaciones del jefazo; primero taimadas, luego proclamadas verbalmente, y, en último término, convertidas en ataque frontal. De vez en cuando tengo la tentación de preguntarle a Pachón si se siente culpable o como mínimo responsable en alguna medida de todo esto, pero creo que ya sé la respuesta. Y no voy a ser tan hipócrita como para censurarle. Una cosa tengo clara: puede que mis clientes me odien y hablen mal de mí a mis espaldas; ahora bien, que intenten pasar gratis una noche de sábado a Sultán o a Galaxy 2.0, o que me digan cuántas veces se han puesto ciegos de Dom Pérignon en una limusina del tamaño de un hotel de Las Vegas. O si no, que prueben a comerse unos huevos rellenos en Casa Eustaquio. A ver quién ríe el último.

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Auditórrido (Tercera parte)

Justificar un gasto en fin de semana es algo al alcance de muy pocos. Sólo una posición en lo más alto de la jerarquía da vía libre para ello. El resto, carne fresca para el auditor hambriento. La cuestión es determinar cuándo empieza el fin de semana. Si aplicamos para nosotros los mismos criterios que hacemos valer cuando husmeamos en la burocracia ajena, el horario laboral será lo que establezca la frontera. Pero a menudo ocurre que, en ciertas empresas (o en ciertas delegaciones o sucursales de dichas empresas) el horario de la jornada se establece de manera tácita, atendiendo a una idea de la flexibilidad que casi siempre juega a favor de los más arrastrados tiralevitas y buscadores insaciables de méritos. De este modo —y un individuo como Pachón bien lo sabe— para un profesional avispado no resultará demasiado complicado colar una hoja de gastos en la que figuren pagos realizados durante la noche y aun la madrugada del viernes al sábado. Bueno. No corramos. Estoy ya en el lunes, y lo habíamos dejado en el jueves, pocas horas antes de que Elias Davenport aterrizara por segunda vez en el aeropuerto de nuestra ciudad.

A eso de las dos y media me cansé de ver repetido el mismo publirreportaje en la teletienda —un robot cortaúñas, revientagranos, recortapelos, limacallos, cepilladientes, fundelegañas y no sé cuántas cosas más— y me fui a la cama. Soñé con la tintorería del viejo escurrido, pero no recuerdo muy bien lo que pasaba. Me ocurre bastante a menudo con los sueños. Tiendo a olvidarlos apenas me despierto. Significara lo que significase aquel sueño, no había duda de que el Monstruo iba a ocupar mis pensamientos del fin de semana, ya fuera como pesadilla o como distracción en la vigilia. El viernes me lo pasé reunido y apenas pude cruzar cuatro palabras con Pachón cuando coincidimos en uno de los ascensores de la empresa. Le deseé suerte al despedirnos en la planta siete y no sé siquiera si me oyó. El sábado me levanté a las nueve y pico, y lo primero que hice fue mirar el móvil. Ni mensajes ni llamadas perdidas. Si era buena o mala señal tampoco estaba claro. Tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no mandarle un mensaje a Pachoneitor. La intriga me consumía. Y así transcurrió uno de los fines de semana más largos de mi vida. Comprobando la pantalla del teléfono cada cinco minutos de manera enfermiza. Mi bendita esposa no pareció sorprenderse por nada, aunque no descarto que mi comportamiento le hiciera sospechar. Yo lo habría hecho. Leí hace poco que la mayoría de las infidelidades se descubren hoy en día espiando el móvil del cónyuge. Si eso le ocurriera a un auditor, la palabra ironía se quedaría corta.

En fin. Nunca un lunes fue tan esperado por un trabajador. Da hasta vergüenza reconocerlo. Pachón es el paradigma del horario tácito —llega y se marcha cuando le sale de los cojones—, por lo que no era extraño que a las diez y media aún no hubiera aparecido por la oficina. Otra cosa es que yo me muriera de ganas de que llegara para ponerme al tanto de todo. ¿Y si volvía a llamar para decir que estaba enfermo? Bueno, me dije, si así fuera, al menos significaría que estaba vivo, que el yanqui no se lo había cepillado por haber descubierto la farsa. Para distraerme, fui a la zona de las máquinas de café —ahora la llaman zona de vending; dentro de nada llamarán al váter zona de cagarring— y me sumé al corrillo chafardero de turno. Estaban Núñez, el viejo Olivares (hay otro Olivares más joven) y Bores, de contabilidad. Me las apañé para, en mitad de una apasionante conversación sobre las fluctuaciones de Euribor, nombrar de soslayo a nuestro colega Pachoneitor y de paso añadir “Por cierto, hoy no lo he visto por aquí”. Entonces Bores puso fin a mi morbosa ansiedad: “Vino esta mañana muy temprano, creo que no eran todavía ni las ocho, y me dejó una hoja de gastos”. Bien. Aclarado. No obstante, ¿por dónde paraba? No hizo falta que verbalizara la pregunta que me había formulado interiormente, porque Bores añadió acto seguido: “Después se ha largado corriendo. Me ha dicho que tenía que hacer la ITV del coche o si no le iban a multar. Qué máquina, el tío”.

No hay nada como una conversación rutinaria al aroma de un café infame flotando en un vaso de plástico; nada como eso para sentir de nuevo el reconfortante abrazo de la cotidianidad, de los días idénticos que se suceden con idéntica intrascendencia. Benditos sean. Tampoco estaba seguro de que a Pachón le fueran necesariamente bien las cosas, pero por lo menos ya tenía más información que en las últimas cuarenta y ocho horas. Lo llamé al móvil y no me lo cogió. Como una hora después, recibí un mensaje suyo que decía: Ven al parque.

Estaba sentado en el mismo banco de la última vez, pero ahora el escenario parecía distinto. Pachón estaba repantigado, con los brazos extendidos y reposados sobre el largo respaldo del banco, con las piernas abiertas, estos son mis santos bemoles, el Monstruo había vuelto. Su retiro esta vez no se debía al temor y a la urgencia de preparar un plan para salvar su culo. Apenas tres días atrás aquello parecía la antesala del corredor de la muerte, y ahora Pachoneitor se había convertido en un monarca que se regodeaba apoltronado en su sillón de mando. ¿Y Davenport? Por supuesto, fue lo primero que le pregunté. Y, por supuesto, dado que El Máquina había recuperado su mejor versión, hube de tragarme una parrafada inconexa y egotista sobre la relatividad del término “buena suerte” aplicado al éxito profesional, antes de conocer de una vez por todas qué demonios había pasado durante el fin de semana.

La solución no pasaba por inventar ni improvisar. Todo lo contrario. Se trataba de volver al origen, de seguir confiando en la idea que puso en marcha todo el tinglado: hacer creer al gran jefazo que era un auténtico seductor. Convencido de ello, Pachón acudió el viernes al aeropuerto. Tuvo que enfrentarse al momento más difícil cuando le informó a Davenport de que la chica había tenido que viajar a última hora para suplir la baja de otra azafata que se había puesto enferma en un congreso que se celebraba nada menos que en Singapur. Y antes de que la frustración o la rabia del magnate pudieran volverse en su contra, mi colega se apresuró a aclararle que, como compensación al enorme trastorno que sin duda le ocasionaba tal imprevisto, él se había ocupado personalmente de prepararle una agenda de actividades que le iban a garantizar dos días inolvidables en nuestro país. En estos casos —lo digo para quien no lo sepa—, términos como “personalmente” e “inolvidables” suelen acompañarse de guiños y sutiles codazos que sugieren básicamente esa especie de milagro semántico mediante el cual cualquier palabra significa “follar”. Con Pachón nunca se sabe cuánto de verdad y cuánto de épica postiza hay en sus relatos, pero me pareció bastante creíble que, de entrada, Davenport opusiera cierta resistencia e incluso amenazara con darse la vuelta y subirse a otro avión rumbo a Chicago. Las consecuencias, de haber ocurrido así, habrían sido catastróficas para mi compañero.

Pero Elias Davenport claudicó ante la persuasiva insistencia de El Máquina. Quién no. Así que lo siguiente fue subirse a una limusina en cuyo interior les esperaban dos muchachas joviales y semidesnudas. Existe, según Pachón, una ley no escrita que dice que aquello que te parece una horterada sublime cuando eres pobre se convierte en el paradigma de la distinción cuando los bolsillos se te llenan de billetes. Me hago una idea del panorama: asientos de terciopelo, oscuridad predominante y penetrada tan sólo por esporádicos destellos de luz psicodélica, esa música espantosa que elegiría un narcotraficante como banda sonora para su funeral, y el inevitable panel lateral a modo de mueble bar y con la aún más inevitable cubitera para el champán. “Lo más importante”, me aclaró Pachoneitor, “es que ellas no parezcan putas”. Obvié comentarle que dentro de una limusina hasta la Dama de Elche parecería una puta. Él lo debería saber igual que yo. Y al fin y al cabo, me estaba contando que su idea había sido un éxito.

Resultaba que las señoritas del coche eran puro atrezo, fanfarria para impresionar y calentar motores. Davenport estaba todavía entre confuso y decepcionado por el cambio de planes, con lo que el esfuerzo de las chicas por ganarse la paga que Pachón les había prometido —ellas hablaban un perfecto inglés— no fue más allá de un tímido coqueteo que en ningún caso llegó a manifestarse mediante el sentido del tacto. Nada grave. El objetivo era que el trayecto en limusina sirviera de aperitivo para lo que vendría a continuación (y de paso también de distracción para despejar la mente del americano). La primera parada era el restaurante. Estrellas Michelin, camareros aduladores y una carta que parecía escrita por un aspirante a poeta barroco. He estado alguna vez en esos sitios. La proporción entre la comida que te sirven y el espacio libre que queda en el plato parece sugerir que lo que estás pagando no es la comida, sino el alquiler de la vajilla. Y el metro cuadrado de loza va más caro que el de suelo edificable, por lo que se ve. En fin. En la mesa de al lado había dos mujeres que no pararon de mirarles durante la cena. Tras el postre, Pachón se decidió por la rancia galantería de ordenar a un camarero que les sirviera de su parte dos copas de champán a “esas bellas damas”. En su cabeza la calculadora repasaba las cuentas, por si acaso: limusina, pareja de acompañantes, y ahora había que sumar a estas dos del restaurante. No era barato, pero sí mucho menos caro que pensar en el mantenimiento indefinido de una relación de pareja entre el yanqui y su pretendida inicial. Las “damas” cogieron sus copas y se acercaron a la mesa de Davenport y El Máquina para dar las gracias. Ellos las invitaron a sentarse y de este modo compartieron cafés y dos botellas más de champán francés. El americano estaba ya en la red. De aquel recelo en el aeropuerto había ido pasando progresivamente a un nuevo estado de euforia y arrogancia viril. Justo lo que mi compañero quería. Las dos mujeres del restaurante no hablaban inglés (podría ser que lo hablaran, claro; el caso es que su papel en la farsa exigía que al menos aparentaran no entenderlo), por lo que Pachón aprovechaba de vez en cuando el cambio de idioma para compartir con Davenport mensajes de complicidad y guiños de esos que ya sabemos.

Si Elias Davenport terminaba de creerse sus dotes de seductor irresistible todo estaría solucionado. Es básico, y puede que triste, pero es la verdad. Puede que Pachón tuviera razón, y lo que el yanqui creía enamoramiento no era más que la fascinación por el hecho de haber sido capaz de conquistar a una chica sin necesidad de dinero o influencias. Cuando viera que aquello no había sido una excepción y que las mujeres lo acosaban constantemente allá donde fuera, se olvidaría de zarandajas románticas y se dedicaría a perpetuar su leyenda sexual. Y eso ya no implicaría tener que viajar aquí cada dos por tres. En su país le resultaría más práctico y más cómodo. Aparte de más barato.

Como otras veces, la historia parece aproximarse a un final feliz. Depende de cómo se mire, tal vez sea así. Aunque no todos pensarán lo mismo. Eso seguro.

(Continuará…)

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Auditórrido (Segunda parte)

“Esto es algo distinto, amigo Pachon. (Davenport no pronunciaba el acento en la o, como buen angloparlante.) Esto no es igual que cuando te lo montas con una puta, y sé de lo que hablo, ya lo supondrás. He disfrutado de los mejores cuerpos, con mi dinero y mis influencias me lo puedo permitir, pero ella es otra cosa. La he conquistado yo, y no mis dólares. Se fijó en mí y no en cualquiera de los demás niñatos con tanto poder como yo y con aún más futuro que merodeaban como buitres aquel día por el hotel. Me escogió a mí, un pedazo de mujer como esa, amigo Pachon, no me la he podido quitar de la cabeza, y hasta he estado a punto de contárselo a mi esposa. Necesito verla. Las cosas no pasan porque sí. Yo creo mucho en el destino. ¿Usted no, Pachon?”

El magnate, el gran depredador, el castigador infalible, el hombre poderoso que conseguía lo que se le antojaba con sólo levantar una ceja, el ínclito Elias Davenport, le rogaba a Pachoneitor una nueva cita con la chica (daría el sueldo de medio año por escuchar una grabación de la conversación entre ambos, las súplicas del jefazo y el spanglish aturullado del Monstruo). Estaba enamorado. Lo dijo así, sin las evasivas ni los adornos disuasorios y autodefensivos propios de los seductores contrastados. Ya tenía viaje y hotel reservado para el fin de semana. Faltaba que Pachón le pusiera en contacto con su amiga. Al parecer, ésta se había tomado tan en serio su interpretación que, no conforme con alegrarle la estancia al directivo, se había permitido dejarle la impresión de que no había conocido un amante como él. Quién iba a imaginar que el tipo querría más. Hasta a un experto incontestable como El Máquina se le había escapado esa posibilidad. Por descontado que todo el embrollo era alto secreto. Aquello se salía del contexto de la empresa. La razón de que Pachón lo compartiera conmigo supongo que tenía que ver con mi implicación inicial y con su estado de desesperación. He de reconocer que, al contrario de lo que me esperaba, no me pidió ni un céntimo. Puede que sólo quisiera un confidente para desahogarse, o bien para confirmar que todo aquello estaba ocurriendo de verdad. El bueno de Pachampion se había metido en un lío inédito en su trayectoria, intachable hasta la fecha. Para empezar, su amiga no académica pediría pasta por repetir el numerito, y esta vez no se podía recurrir al presupuesto de la compañía. Y luego lo más temible: Davenport estaba acostumbrado a ganar, a salir victorioso de toda operación, transacción y negociación; en su idioma particular, enamorarse no equivalía al simple hecho de desear a una mujer, sino a la certeza de conseguirla.

Decirle la verdad era, pues, inviable. Querido jefe, se ha enamorado usted de una furcia. Con esto ya bastaba para buscarse la ruina, y era tan sólo la mitad de la información. Faltaba el dato fundamental de que él era el único que desconocía el oficio de la señorita. Así que ni pensarlo. El problema era que la amiga, o la fulana (nos olvidamos ya de argucias semánticas y definiciones de diccionario), no iba a acostarse otra vez con aquel “orangután fláccido y apestoso” (cito literalmente a la chica, vía Pachoneitor) sin dinero de por medio. Así las cosas, lo más embarazoso de tirar de sus propios ahorros era justificar el dispendio ante su mujer, pero a Pachón le preocupaban más las consecuencias a largo plazo que los costes puntuales. Porque Davenport venía para establecer una relación con aquella mujer, y eso no se traducía en subvencionarle una sesión más de prostitución de lujo. Después de esa visita vendría otra, y después otra y otra y luego otra más, y quién sabía hasta cuándo iba a durar (en condiciones normales, hasta que el magnate quisiera). Costaría una fortuna, por supuesto, pero además constituía una garantía de esclavitud por tiempo indefinido. En pocos días, Pachón había pasado de ser el eslabón central de la cadena de parabienes a verse obligado a interpretar un doble papel de celestino y proxeneta que, por una vez en su vida, no iba reportarle ni prestigio profesional ni beneficio económico. Muy al contrario, estaba a punto de perder su empleo (y la posibilidad de encontrar otro, al menos en el sector) y de dejar su cuenta corriente a cero. Tampoco era disparatado vaticinar que el descubrimiento de este engaño desencadenaría a su vez la salida a la luz de todos los fraudes y trapicheos que El Máquina había ido perpetrando a lo largo de los años. Cuando eres del clan, los capos hacen la vista gorda. Pero si metes la pata, acabarán fingiendo que se indignan y escandalizan por eso que ellos mismos te consintieron como a un niño mimado. Un desastre.

Le dije, ingenuo y prudente de mí, que tratara de aliarse con su amiga para deshacerse del yanqui enamorado. Por ejemplo, que ella le dijera que estaba casada con un delincuente muy celoso, o que tenía que emigrar a Nueva Zelanda por razones de trabajo, o bien, en último extremo, que tenía algún tipo de enfermedad contagiosa. Pachón me confirmó que ya había agotado esa opción. Lo de estar casada o prometida, según la experiencia de su amiga, no sólo era flojo como argumento, sino que a menudo actuaba como aliciente mayor para que el pretendiente poderoso y adinerado se obsesionara más con la mujer de turno. En cuanto a lo de huir, sonaba ridículo pensando en un señor que se podía permitir cualquier capricho, hasta el de alquilar un jet privado. Y lo de fingir una enfermedad, ni hablar. Era algo que podía afectar muy negativamente a su reputación en el gremio del acompañamiento remunerado (bonito eufemismo); se arriesgaba a perder clientes futuros y, ya puestos, a un tipo como Davenport, el cual resultaba repulsivo si se pensaba en él como amante o marido, pero que tenía todo el atractivo del mundo si se lo consideraba tan sólo un cliente, una inversión. De este modo, tanto para mantener feliz al americano como para garantizar el silencio de la chica respecto a su profesión, la palabra clave era la misma: euros.

Imagino (pero ni se me ocurrió mencionarlo delante de mi compañero) que la amiga tendría asimismo un jefe al que rendir cuentas. Desconozco si en su eufemística modalidad se le denominaría chulo o macarra. De todas formas, aunque el tipo fuese un señor con corbata en vez de un quinqui con sombrero y cadenón de oro colgando del cuello, no creo que a Pachón le interesara tener que lidiar también con él.

La llamada del gran jefe se produjo un martes. El miércoles de esa semana, Pachoneitor se paseó por la oficina en una versión descafeinada de sí mismo. Sin chispa, sin brío, sin su desparpajo y su petulancia de costumbre. Apenas abrió la boca y no contestó al teléfono; lo dejaba sonar con la vista clavada en los papeles de su mesa. Un zombi. El jueves tenía la auditoría de Transmetal Corp., pero a eso de las 9,30 nuestro director nos anunció que, por primera vez en una década, Pachón había telefoneado para decir que estaba enfermo y no vendría a trabajar. Echamos a suertes la sustitución, y le tocó a Gandía, que por supuesto se alegró, el muy trepa. Así que, libre de tener que desperdiciar el día en Transmetal Corp., lo que hice fue llamar al Monstruo y quedar para comer con él. Vale, no sólo me preocupaba su salud (ya sabía que era una vulgar excusa); también estaba enganchado al culebrón de Elias Davenport y su pretty woman.

Pachón había salido de casa como cualquier otro día. Su mujer, por supuesto, creía que estaba en el trabajo, así que me cité con él en un parque donde mi compañero había pasado las horas de la mañana, oyendo trinar a los pájaros y viendo pasear a ancianos del brazo de jóvenes latinoamericanas, mientras en su cabeza se sucedían diferentes versiones de una misma historia con eficaces giros en su desarrollo pero a la que le faltaba un desenlace convincente. “¿Y si me cargo al hijo de la gran puta?”, me dijo, justo después de “Hola”. Me asusté un poco, pero no le hice mucho caso. Con tantas horas para pensar uno llega a conclusiones aún más disparatadas. A mí también me ha pasado de vez en cuando. “Date cuenta de lo que he conseguido”, añadió, introduciendo un registro más tranquilizador a su discurso. “Nada menos que lograr que un mandril arrogante como Davenport se enamore. Fácil no es, te lo aseguro. Hasta yo mismo daba por sentado que el tío carecía por completo de sentimientos. Y mira el follón que me he montado. Hay que joderse”. Le pregunté entonces si había tomado alguna decisión, pero él, o no me prestaba atención o bien prefería seguir hablando de otra cosa. “¿Cómo es posible que semejante individuo sea el puto amo del mundo? O sea, piénsalo bien: un tipo tan ingenuo como para tragarse esta farsa es el mismo que decide las inversiones y los negocios de una empresa multinacional, el amo al que tenemos que rendir pleitesía y que supuestamente nos guía en nuestro trabajo para merecernos el sueldo que cobramos. Mientras los gurús de la economía se hacen millonarios proponiendo estrategias y planes de desarrollo empresarial, tú y yo acabamos de descubrir que lo único que hace falta es una puta. Encuentra a la furcia perfecta y serás la mano derecha del poder. Joder, me acabo de dar cuenta de que yo podría ser el presidente de la compañía, y nadie notaría la diferencia. Hasta tú podrías serlo”. El mismo Pachoneitor de siempre, en las duras y en las maduras. “Hasta tú podrías serlo”, me dijo el muy vanidoso. Estuve a punto de marcharme y dejarlo allí follando con su ego. En fin. Con la perspectiva del tiempo me parece un chiste, pero en aquel instante me dio hasta un poco de pena.

Noche de jueves. Como de costumbre, mi mujer se había ido a dormir nada más cenar. Yo, también como siempre, me quedé viendo la tele esperando que la digestión y el sueño se encontraran en la madrugada y consumaran su idilio de cada día. A veces me quedo frito en el sofá y cuando despierto hay un adivino estrafalario mirándome desde la pantalla y retándome a ver cuál de los dos se vuelve a dormir antes. Sabía que aquella noche no iba a suceder. Las tribulaciones de Pachoneitor me tenían enganchado como una novela de intriga. Mi comida con él no había servido para encontrar ninguna solución, la verdad sea dicha, pero de algún modo me sentía satisfecho de mi labor solidaria. Tal vez fuera esa sensación de poder momentáneo, eso de notar que el héroe al que envidias te necesita a ti, aunque sea por unas horas, seguramente lo mismo que sintió El Máquina cuando tuvo al gran jefe mordiendo su anzuelo. Como mínimo, cuando nos despedimos tras el almuerzo me pareció que estaba más sereno y centrado. Le volví a preguntar si sabía lo que iba a hacer, pero no me dijo nada. Tan sólo que al día siguiente iría a recoger a Davenport al aeropuerto. Lo demás, según él, seguía siendo una incógnita. Estoy seguro de que mentía.

 (Continuará…)

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Auditórrido (Primera parte)

En el escenario mínimo y seudo matemático de una factura está todo lo necesario para comprender por qué hace falta que un tipo como yo cobre un sueldo a cambio de hurgar en los archivos y perderse en la maleza burocrática de una empresa cualquiera. Tardas en darte cuenta, sobre todo porque desde el principio queda bien claro que el villano eres tú. Nadie recibe con buenos ojos y con brazos extendidos al auditor. (Los troyanos, al menos, vivieron unas horas con la ilusión de que les habían hecho un regalo.) La gente que me recibe, sin embargo, me muestra una cordialidad tan esforzada que se nota a la legua en qué bando juega cada cual. Y doy fe de que a menudo el mayor enemigo está dentro. Da lo mismo. En último término, prefieren siempre al espía antes que al invasor. Visto así parece emocionante, pero nada más lejos. No soy un detective privado, ni tampoco un periodista de película. No sabría decir qué es más aburrido: si investigar a los empleados que intentan engañar a su empresa o a las empresas que tratan de pegársela al orden establecido. En fin, si tuviera que elegir, me quedaría con lo primero, y no solamente porque mi poder es superior, sino porque el anecdotario resultante es mucho más jugoso y fácil de compartir fuera, en la vida real, en mis momentos de reunión familiar o cervezas con los amigos.
A veces se nos olvida —a nosotros precisamente, a los profesionales del husmeo y la detección de mentiras— que trabajamos para una empresa. De forma inconsciente o a voluntad no reparamos en que quienes nos pagan funcionan y se rigen por idénticos parámetros que aquellos a quienes investigamos y evaluamos. Somos como un médico que fuma o un policía corrupto. Y nos creemos por ello que somos inmunes, cuando no es así. En absoluto.
Tardé en asimilarlo, y durante algún tiempo me creí mi papel de agente íntegro e insobornable. Renuncié a chanchullos mínimos y a minucias que eran casi meras travesuras de chiquillo (un taxi con unos kilómetros de más, una comida que además de la barriga engorda la factura misteriosamente, un cubata disfrazado de postre), en fin, algo que escandaliza cuando eres novato pero que terminas asumiendo como daños colaterales necesarios y aun tolerados por el alto mando en aras de nuestra celeridad y entrega a la firma.
Diría que el paso definitivo al otro lado de la frontera lo consumé de la mano de Pachón, alias Monstruo, alias El Máquina, alias Pachoneitor, y también conocido entre algunos de sus admiradores (los tiene por docenas) como Pachampion. A él como empleado más veterano y a mí como el menos antiguo de la compañía nos fue encomendada la labor de organizar la agenda de actividades para el gran jefe, Elias Davenport, que decidió levantar su insigne trasero del sillón de su despacho en Chicago para hacer una visita a nuestra delegación. Hacía casi tres años que la gigantesca multinacional estadounidense propiedad de Davenport había comprado nuestra pequeña empresa (junto a otras tantas de similares dimensiones en el continente europeo), pero sólo conocíamos al máximo mandatario por una fotografía oficial que ilustraba los memorandos y los correos electrónicos, y en la que el buen señor sonreía como si en vez de representar a una firma de auditoría estuviera promocionando una clínica especializada en blanqueamiento dental.
Las órdenes eran bien claras. Lo que quiera. Sin reparar en gastos y sin titubeos. Si quiere flamenco, flamenco. Si quiere museos, museos. Si quiere paella a las seis de la tarde, paella para el caballero; y, por supuesto, si quiere señoritas, a la orden. Confianza y discreción, eso por descontado. Nuestros jefes no eran idiotas. Eligieron a Pachón con todo el buen criterio del mundo. Nunca le habrían asignado una misión si ésta tuviera que ver con la organización de un evento formal. Ahora bien, en este caso se trataba de entretener al amo americano durante la parte del tiempo que iba a pasar fuera de nuestras oficinas. Y para ello, créanme, dudo que haya más de dos o tres personas en todo el sector tan capacitadas como Pachoneitor. Fue él quien me descubrió el mundo de los business gin tonics, los amigos que siempre te deben un favor y las peluquerías con final feliz.
Pachón, ya lo habrán imaginado, no es de esa clase de hombres dispuestos a tener amigas. Me refiero a amigas tal como las definiría la Real Academia. Sí utiliza, en cambio, dicho término —amiga— para aclararte que la mujer a la que se refiere no es una prostituta (en la acepción de la Real Academia), pero tampoco nadie con quien puedas quedar para tomar un café y hablar de la última película de Meryl Streep. Para el Monstruo era demasiado arriesgado llevarse a Davenport a un burdel de buenas a primeras, por mucho que su agenda de localizaciones incluyera lo mismo antros infames que lupanares de cinco estrellas. Supongo que decidió que su reputación merecía escalar un peldaño. Así que urdió un plan destinado no sólo a satisfacer las necesidades del gran hombre, sino a hacerle creer que era un seductor irresistible. No me negarán que es una forma tan original como efectiva de hacer la pelota. Mientras los clásicos tiralevitas se humillan doblando el espinazo para que el directivo cabalgue encaramado a sus lomos, Pachoneitor se ganaría los favores del mandamás poniéndose a su altura, ejerciendo de colega de farras, opositando al plantel de futuros “amigos con derecho a favor” del hombre más importante de la empresa.
Mi cometido en el fregado era de lo más sencillo. El Máquina me envió a recoger un encargo a una dirección que me entregó anotada en un pequeño pedazo de papel, igual que en las películas policiacas. Sería por eso que me tomé mi vulgar recado como si de veras estuviera formando parte de una misión secreta y peligrosa. El lugar al que me había mandado Pachón no era otra cosa que una tintorería con aspecto de tugurio encubierto, con una fachada estrecha que te pasabas de largo si no llevabas el correspondiente trozo de papel en la mano. Dentro, un anciano enjuto vestido con un polo beige de lana calada me esperaba detrás de un mostrador que parecía un burladero robado de una plaza de toros de provincias. A la espalda del viejo —un ojo rasgado y otro tan abierto como si el párpado fuera de una talla menor, un par de brazos como ramas de un árbol que hubiera sobrevivido de milagro a un incendio forestal, unos dedos arácnidos que correteaban nerviosos por el mentón, el cogote, los lóbulos de las orejas (magros como un par de solomillos poco hechos) y la calva, brillante y salpicada de grimosas manchas marrones—, un riel automático enganchado del techo iba haciendo pasar las prendas colgadas de las perchas y cubiertas por plásticos transparentes. Tal como Pachón me había indicado, le dije al anciano que estaba allí de su parte, y no hizo falta nada más. El tintorero huesudo abandonó su parapeto de madera para sumergirse en el carrusel de ropa plastificada —dependiendo del número de películas que uno hubiera visto, no era extraño intuir la sombra de una mano asomando por una manga o el relieve de una cabeza emergiendo del cuello de una camisa— y regresó al minuto con un uniforme femenino compuesto por una americana roja y una falda negra y aparentemente muy corta. Colocó ambas piezas en una percha de madera y las cubrió con la imprescindible funda de plástico. “Si te pide dinero, lo mandas a hacer puñetas”, me había dicho Pachoneitor. No fue necesario, por suerte.
La primera noche de su estancia en nuestro país, y una vez terminada la jornada de supuesto trabajo en nuestras oficinas, Elias Davenport debía asistir a una convención organizada por la misma escuela de negocios en la que por lo visto había estudiado de joven y para la que ahora colaboraba de vez en cuando como ponente en algún master o curso especializado. El evento se celebraba en el Hotel Taj Majal, y aunque la logística era tarea de la mencionada escuela, Pachampion se las había ingeniado (cómo no) para poder colar a una de sus amigas como azafata, ataviándola con el uniforme que yo había recogido en la tintorería del Doctor Caligari. Los honorarios de la chica quedarían diseminados estratégicamente entre el resto de los gastos, igual que tantas otras veces, gracias a la habilidad de mi compañero para aplicar la fabulación literaria a la prosa administrativa. Conseguido esto, que era sin duda lo más difícil, el resto del plan no tenía por qué peligrar. La amiga se ocuparía de llamar la atención de Davenport antes de que a éste le diera tiempo a fijarse en cualquier otra —nuestro presidente tenía fama de cazador implacable—, lo camelaría para citarse con él tras la cena con la que culminaba aquella convención, y ambos terminarían la velada en una habitación del Taj Majal como dos amantes ocasionales y no como una fulana y su cliente. Así debía creerlo el americano. Y más allá de las pretensiones de Pachón, está claro que no era lo mismo aprovecharse por enésima vez del poder para que tus subordinados te colmen de manjares y te faciliten sexo con una puta de Visa Oro, que volverte a tu país creyendo que tu aura de hombre poderoso ha conseguido seducir —sin Visa Oro de por medio— a un pibón treinta años más joven que tú y con un cuerpo por el que babearía el mismísimo James Bond. El cumplimiento de los planes no beneficiaba tan sólo al prestigio del Monstruo, sino que iba a sumar también a favor de la impresión que el señor Davenport se llevara de nuestro país y, por asociación, de nuestra delegación. Todos ganábamos. Desde el empleado más insignificante de la empresa hasta el presidente del gobierno. Uno no se gana un apodo como El Máquina o Pachampion por casualidad.
Aunque, claro, no estaría yo contando todo esto si en realidad las cosas hubieran salido perfectas, sin sorpresas ni contratiempos. En efecto, Davenport regresó a Chicago con medio kilo menos de espermatozoides en las alforjas y con una sonrisa en la cara que desafiaba a la de su propia fotografía oficial. También se produjo la consecuente cadena de felicitaciones, cuyo eslabón central era siempre Pachón, que recibió mis elogios, los de nuestros jefes y compañeros, y obviamente los del gran hombre, que incluso le remitió un e-mail desde el otro lado del océano tres días después de su marcha. Mi compañero disfrutó de los ecos de su última gesta más o menos durante dos semanas, al cabo de las cuales recibiría la llamada telefónica que iba a convertir esta anécdota casi épica en un drama más bien patético.

(Continuará…)

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Lucio o el don de la ubicuidad

La bolsa de basura, negra, corriente, se le debió de caer en el garaje, al bajar del coche. Quien la encontró —el vigilante jurado o el de la limpieza; quien fuera— seguro que miró primero por si había algo digno del propio provecho, pero al ver lo que realmente contenía saldría despavorido hacia la comisaría. Más o menos es esta la reconstrucción de cómo se descubrió todo.
Fueron en total nueve viajes los que compartí con Lucio, siempre de copiloto. Parecíamos una pareja de polis de película, colegas patrullando día y noche y contándonos nuestra vida y nuestras miserias, comiendo de mala manera y bebiendo copas a horas en las que la gente normal suele hacer otras cosas como ver una telenovela o merendar o dormir. Sorprendió en su momento que Lucio se presentara voluntario a la vacante para cubrir las delegaciones rurales. Eso significaba viajar, y no precisamente en avión y alojándose en hoteles con albornoz y Canal Plus. Era recorrer carreteras fósiles y dormir en hostales ruinosos, y a veces en el propio coche. Pasar lejos de casa seis de los siete días de la semana. En alguien que ya había cumplido los cincuenta no era habitual esa actitud emprendedora; normalmente nos aferramos al acomodo de la inercia administrativa y pensamos que aquello que se encuentra al otro lado de las fronteras de la rutina es territorio exclusivo de los más jóvenes y primerizos. Así, la decisión de Lucio nos desconcertó al principio, si bien él mismo se encargó unos días después de ponernos al tanto de su nueva cotidianidad: su mujer se había largado, se había enamorado de su profesor de bachata (o de kizomba) y lo había dejado solo. No soportaba quedarse en esa casa, abrir un cajón o un armario y encontrar sólo la mitad de la ropa, hacer un comentario sobre algo que dicen en la tele y darse cuenta al instante de que está hablando con un cojín, ser consciente de su soledad porque el silencio, por vez primera en su vida, le permitía escuchar las risas, las toses, los gritos y los golpes de sus vecinos a través de las paredes.
En lo que a mí respecta, poco podía hacer. Entraba en mis responsabilidades la supervisión del trabajo de Lucio, aunque jamás nos comportamos como si existiera jerarquía alguna entre nosotros. Pertenecíamos a departamentos distintos, con lo que reportábamos a superiores diferentes. La única salvedad era que mi jefe directo estaba situado un escalón por encima del suyo, y eso, a menudo, significa mucho dependiendo de las ambiciones de cada cual. Lo que sí me constaba era que Lucio, al igual que yo, vivía al margen de las guerras de poder, y tal vez por ello conectamos enseguida para terminar formando un equipo compenetrado. Nueve viajes. Sumando el total, casi cien días de carretera, pensiones, tabernas y confesiones. Bueno, esto último, visto ahora, no tanto. Recuerdo perfectamente las ciudades y los pueblos que visitamos, la península de una punta a otra, por la costa y por el interior; pasamos frío, calor y nos mojamos de lo lindo en tres o cuatro ocasiones, y recuerdo con especial nitidez —esto desde que supimos la verdad— ciertos lugares, una gasolinera en mitad de la nada y de la noche, y el olor a combustible quemado, y también el olor de algunos hostales, a repollo, a humedad, a sopa agria, a calostro, y pienso ahora lo que no se me pasó por la cabeza entonces: que esos sitios hediondos eran perfectos para él, para su equipaje. Porque lo que el vigilante o el limpiador del aparcamiento halló dentro de la bolsa negra de plástico era un pie con las uñas pintadas de rojo, un miembro amputado que Lucio pretendía hacer desaparecer, igual que el resto de las partes del cuerpo de su mujer, a la que asesinó y descuartizó para que nunca más volviera a pisar aquella academia de baile latino, y el muy animal creyó que podía deshacerse del cadáver poco a poco, depositando las piezas a cientos de kilómetros de distancia las unas de las otras, no digo que sea mala idea desde el punto de vista criminal, pero supongo que hay que planearlo muy bien, cuidar los detalles, en fin, justo lo que no cumplió mi compañero, cuyos chistes reí con sinceridad y cuyas cuitas de marido abandonado escuché sintiendo genuina lástima, todo ello mientras él, imagino, iba aprovechando mis pequeñas ausencias para arrojar manos, piernas, brazos, la cabeza o las tetas al pozo de una estación de servicio, o a un triturador de basuras, o al montón de los desperdicios de un mercado de abastos, o al fondo de un rio, qué se yo; no se han encontrado más partes según leo en la prensa, la policía sigue buscando, o eso dicen, a lo mejor deberían mirar en las pensiones donde nos alojamos y donde la peste a rancio y a calcetines sucios impedía sospechar que algo se descomponía en el interior de la maleta de Lucio, yo he dormido junto a él y junto a todos esos pedazos de vida cercenada, puede que no fuera mala idea, ya digo, un trozo en cada comunidad autónoma, difícil de rastrear, como mínimo implica darle rienda suelta al presupuesto, quizá demasiado gasto por una sola persona, casi anónima, una simple mujer que quería bailar kizomba (o lambada) para sentirse mejor, cielo santo, hasta llegaron a interrogarme por creerme cómplice, de hecho en la empresa hay quien todavía lo piensa, lo sé, puedo adivinarlo por cómo me miran o cómo me preguntan si sé algo de Lucio, como si se me hubiera ocurrido ir a visitarlo a la cárcel, ya le pueden dar mucho por el culo, chiflado de los cojones, ahora yo también oigo trajinar a mis vecinos, también me quedé solo, no digo que fuera solamente por su culpa, pero algo influyó todo el asunto, mi mujer se cansó de mí, o, peor aún, dejó de fiarse de quien se metía con ella cada noche en la cama, así que se fue, toda ella, enterita, que conste, esté donde esté, con todos sus miembros unidos al cuerpo, ya no es cosa mía si se acuesta con otro o baila merengue.

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Voces

La voz no nos cambia desde que nos hacemos adultos, lo sabe todo el mundo, pero tampoco es suficiente para reconocerla por teléfono a las primeras de cambio y pasados unos cuantos años. Era familiar, claro que sí, el tono de voz, aunque sobre todo la manera de armar y pronunciar las frases, y ese colofón agudo que sugiere interrogación hasta en las más tajantes afirmaciones. Aun así, hubo algo definitivo —ese latiguillo—, porque las manías dialécticas también se conservan con el tiempo igual que el tono y el timbre. Al escuchar la muletilla por tercera vez en apenas media docena de frases, Asier lanza la pregunta: “¿Lucía?” Ella cuelga al oír su nombre. De forma instantánea, como si hubiera recibido una orden. El móvil se le cae de la mano, rebota en el blando asiento del sofá y termina sobre la alfombra, a sus pies. Lucía también ha reconocido la voz de Asier. Le sorprende haberlo hecho después de tanto tiempo sin hablar. Una sola palabra —pero no cualquier palabra; su nombre—, tan sólo eso ha bastado. Ahora se nota inquieta, algo desagradable le corre por dentro. No sabe qué le incomoda más, si el hecho de que ahora él sepa a qué se dedica ella o la duda de por qué Asier, aquel hombre con el que ella planeó casarse un día, ha marcado ese número de teléfono. La música del tono de llamada la sobresalta. No se agacha a recoger el móvil, sino que escudriña la pantalla desde su asiento. Comprueba con alivio que el número es diferente al de la última llamada, pero aun así duda antes de decidirse a contestar. Se recompone como puede para recuperar su personaje y carraspea para impostar la voz profunda y sensual que —Asier se lo ha demostrado— sólo sirve para disfrazar una parte de sí misma. “¿Minerva?”, dice la voz masculina al otro lado del teléfono, y ella responde afirmativamente, y añade que está desnuda dentro de la bañera y que sólo lleva puestos los zapatos negros de tacón y que desde allí nota cómo la bragueta de él crece y crece y que va hacer reventar el pantalón, y lo que no le dice es que el rostro de Asier la observa desde dentro de su cabeza mientras susurra esas palabras que hoy suenan más vacuas y postizas que nunca.

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Castigados sin primavera

Hemos crecido con la sensación de que todo el mundo nos ocultaba la verdad. Nos han contado innumerables versiones sobre la razón por la cual el planeta que habitaron nuestros ancestros se extinguió, y aunque casi todas suenan creíbles y factibles desde una aplicación de la lógica convencional, ninguna de ellas ha sido refrendada ni categórica ni mayoritariamente hasta el punto de poder considerarla de veras la definitiva.
Así las cosas, lo que queda es elegir la que uno prefiera. Mi favorita —lo confieso— no es tal vez la más verosímil. Me da igual. Es la que les cuento a mis hijos por la sencilla razón de que es aquella cuya narración me provoca un mayor disfrute.
Puede que tampoco sea la más popular, pero seguro que muchos ya la habéis oído o leído en algún sitio. Habla del planeta como de un ser vivo cualquiera. De alguien que nace, crece, envejece y fallece, digamos, de muerte natural. Si nada es ya reversible, si desde el presente ya no podemos hacer nada para solucionar lo que aconteció, ¿para qué contribuir a extender una leyenda negra más? Otra cosa es que íntimamente sospechemos o dudemos, que en nuestro fuero interno sepamos la verdad. Hace poco, una persona cercana a la que considero fiable y documentada se confesó partidaria de una de las versiones más extrañas, lo cual me produjo una inesperada inquietud. Dicen quienes la defienden que el origen estaría en unas obras para construir un aparcamiento de unos edificios de oficinas, o algo parecido. Durante los trabajos de excavación, uno de los obreros se topó por azar con una galería subterránea. En realidad aprovechaba la hora del bocadillo para escaquearse unos minutos de la faena. Ya que estaba, se introdujo en el túnel y siguió su recorrido hasta descender a un nivel muy profundo. Sin embargo, el camino no le reportó más que piedra y vacío. Ni pinturas en las paredes, ni tesoros, ni momias, ni resto atractivo alguno. Al iniciar el camino de regreso, reparó en una grieta que se abría en la rocosa pared. El hueco era estrecho, pero suficiente para que su cuerpo pudiera atravesarlo. Al final de la estrecha gruta encontró una especie de capilla, en cuyo suelo había un círculo trazado con piedras que tenía una abertura en el centro. Por ella asomaba un cable deshilachado y rematado en una argolla. Parecía la boca de un ofidio muerto con la lengua fuera.
No había ningún letrero ni indicación respecto a la naturaleza o el funcionamiento de aquello. Si hubiera visto un cartel que dijera no tocar o no tirar del cable, seguro que lo primero que se le hubiera ocurrido sería precisamente tirar. Por el contrario, si el cartel hubiese dicho tire de la anilla, no lo hubiese hecho jamás, poniendo de manifiesto esa desconfianza tan de aquel siglo hacia todo lo que se ofrecía libre, gratuito o bondadoso de forma diáfana.
De este modo, al no haber ninguna indicación, el obrero se encontró ante una tesitura de libre albedrío inédita, y dudó un buen rato. Finalmente se decidió a tirar. Al principio apenas logró elevar un poco el cable, y recibió como respuesta un sonido parecido al croar de un batracio o el estertor de una cisterna vacía.
Volvió a tirar con más fuerza, y entonces se quedó con el cable y la argolla en la mano. Las finas puntas del cable arrancado bailaban en el aire como flecos de una falda hawaiana. Lo había roto, pero seguía sin pasar nada.
En el exterior, pasaba todo. Todas las plantas languidecieron, todas las flores se marchitaron, todos los árboles perdieron sus hojas, todos los frutos se pudrieron. De vuelta al punto de trabajo, en la superficie, el obrero halló a sus compañeros agitados por el desconcierto y el pánico. No le fue demasiado difícil establecer una relación causa efecto, pero no dijo nada a nadie. Sabía que la culpa era suya, aunque por otro lado le costaba asimilar tamaño protagonismo. Caín, Nerón, Atila, Hitler y él. Demasiado.
Mientras se multiplicaban los debates y las conjeturas, y sus conciudadanos se encomendaban a voluntades divinas, al cambio climático, a la contaminación atmosférica y a la publicidad engañosa, el obrero prefirió recurrir al pragmatismo doméstico para tratar de arreglar el entuerto. Acudió a un lampista del barrio, aquel que le sacó una pasta tiempo atrás por poco más que desenfundar un destornillador y enroscar una bombilla. El chapuzas le aclaró que había dejado la lampistería y, haciendo gala de una envidiable visión comercial, estaba reconvirtiendo su negocio de reparación al sector de la jardinería. El obrero le prometió mucha pasta a cambio de que lo acompañara al lugar donde se originó el cataclismo, recuperara por unos minutos su antiguo oficio de reparador y, por encima de todo, guardara el secreto hasta la tumba.
Fueron hasta allí de madrugada. El lampista se dispuso a arreglar la avería empalmando el cable, pero al intentarlo sólo consiguió un chispazo y el consiguiente olor a quemado. Ahora el agujero desprendía un humo maloliente, como el eructo de un dragón indigestado.
Ambos hombres abandonaron la cueva resignados a asumir el fin de todo. Las enfermedades infecciosas y respiratorias aumentaron en pocos días, empezaron a brotar animales muertos por todas partes y la comida ya escaseaba —y en breve se convertiría en un lujo por el cual se justificaba el acto de matar al prójimo—; muchos ya usaban mascarilla y la polución avanzaba en su conquista de la atmósfera desde las nubes hasta el mismo suelo.
Lo que ninguno de aquellos dos infelice sabía era que, simultáneamente al chispazo del cable de la argolla, se había producido otro chispazo en medio de un erial, a cuatro o cinco kilómetros, y justo ahí había brotado una pequeña flor, de tallo finísimo como el bigote de un pequeño roedor, con tres pétalos pálidos abiertos.
El plan de emergencia diseñado por el gobierno (por todos los gobiernos) establecía un sistema de patrullas continuas que recorrían las carreteras día y noche en busca de indicios de actividad orgánica. A primera hora de la mañana siguiente al intento frustrado de reparación por parte del obrero y el ex lampista, uno de los especialistas botánicos que patrullaba por la zona atisbó la flor desde la carretera y se bajó de su camioneta exultante. Aparcó en el arcén y corrió hacia la flor del mismo modo en que un vagabundo en el desierto correría hacia un espejismo. No lo podía creer. Examinó la planta someramente y, arrodillado ante ella, rompió a llorar. Se había dejado el teléfono en la camioneta, así que tuvo que volver al arcén para llamar a jefatura y pedir que mandaran con urgencia a un equipo para acordonar la zona. Había que conservar esa flor, intentar que creciera, rezar para que germinara algo, lo que fuera, confiar en que era posible realizar un injerto, soñar con restituir el ciclo de la vida.
Mientras el botánico llamaba desde la camioneta, otro coche apareció por la carretera y se detuvo justo detrás. No podía ser el equipo de urgencia, por mucho que el acontecimiento mereciera semejante celeridad. Del coche se bajaron dos personas, un hombre y una mujer, ambos jóvenes. No le sonaban de nada al botánico; no eran compañeros suyos del plan de emergencia. De pronto, el hombre y la mujer se lanzaron a correr en dirección a la flor. El botánico soltó el móvil como si quemara y salió disparado tras la pareja gritándoles y dándoles el alto como se estuvieran aproximando a un campo de minas. Él iba por delante, y ella a un par de metros por detrás (ambos todavía con bastante ventaja respecto al botánico, que continuaba corriendo y gritando). Mientras trotaba por el erial, el hombre pensaba que el amor era el único refugio que le quedaba frente a la amenaza inapelable del Apocalipsis. Al ver la flor desde el coche se había emocionado y se lo había indicado con entusiasmo a su novia. Ella fue quien le animó a que bajaran y fueran a cogerla. El hombre estaba seguro de que el gesto más sublime de amor que podía protagonizar era precisamente el de arrancar esa flor y entregársela a su amada. Regalar la última flor del planeta era el cenit del romanticismo, la razón por la que morir podía tener un sentido. El tipo llegó primero, casi sin aliento. Un segundo después le alcanzó ella, medio asfixiada por el esfuerzo y también por la emoción. Al botánico aún le quedaban unos metros. No iba a llegar a tiempo. Cayó de rodillas, igual que un rato antes, pero esta vez sus lágrimas estaban hechas de un ingrediente bien distinto. Entonces vio cómo el hombre arrancaba la flor y se la daba a su novia, sin reparar en que lo que estaba escenificando era literalmente el fin del mundo.

He leído sobre puestas de sol, cataratas, enjambres, eclipses, manglares, estampidas, junglas y glaciares, y he podido ver todos estos fenómenos y maravillas en películas y documentales. No puedo decir que lo añore, porque no lo conocí, pero conservo casi como vivencias genuinas los testimonios melancólicos de mis padres y, sobre todo, de mis abuelos. Para mis hijos es distinto. Ellos lo observan con curiosidad arqueológica, sin mayor implicación. Sé que nunca les voy a conmover hablándoles de cumbres nevadas o de playas paradisíacas. Pero tampoco me apetece decirles que el planeta de sus antepasados se murió por culpa del amor, porque sería injusto.

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