En una historia de buenos y malos al uso es probable que Pachón figurara siempre en la nómina de los segundos. La vida real, sin embargo, es algo más compleja que un simple cuento maniqueo, y lo que llamamos perezosamente bueno o malo depende a menudo del destinatario de nuestras acciones. El Máquina es de los que piensan en sí mismo cuando se trata de ayudar, y en el prójimo cuando se trata de joder. Ya sé que le trae al fresco si con sus chanchullos puede estar poniendo en peligro el puesto de trabajo de un contable, o si con su sentido desmesurado y pueril de la diversión está dinamitando los cimientos de su familia. En este sentido, no es ningún modelo a seguir. Pero cuando el prójimo se llama Elias Davenport, ¿de qué lado se va a poner uno? O, si se quiere: el rival más débil suele inspirar mayor simpatía para el espectador neutral. Y eso que, en mi caso, la neutralidad es un decir.
El champán y el restaurante ya no daban para más. Las dos invitadas se deshicieron en agradecimientos e insinuaciones y dejaron caer con menos sutileza de la que en apariencia pretendían que estarían dispuestas a devolver la cortesía invitando a Pachón y Davenport a una copa en la discoteca Sultán, donde al parecer habían quedado con otras amigas. El Monstruo le hizo saber al americano que él tenía algo preparado ya para después de la cena, pero al mismo tiempo insistió en que nada impedía cambiar de planes si así lo prefería. Todo aquello se había montado para él, para el gran jefe, sus deseos eran órdenes aun fuera de los despachos, la historia de siempre. A Elias Davenport, en principio, le atraía más lo que fuese que hubiera ingeniado su anfitrión, lo que no descartaba tampoco la visita a Sultán en caso de emergencia. En términos presupuestarios, se trataba de la mejor opción. Con ello, Pachón casi se aseguraba el finiquito de aquellas dos figurantes (en realidad, sólo de una, pero eso lo veremos más adelante).
El estatuto oficioso de la movida nocturna establece que aquel local al que acudan más futbolistas es el que se convierte automáticamente en el sitio de moda. Tiene sentido. Está, por un lado, la emoción de codearse con los ídolos que más pasiones y millones mueven a su alrededor. Por otro lado, admitamos el morbo de observar cómo personas que en teoría deberían cuidar su dieta y su salud se ponen hasta las cejas de cubatas horas antes de jugar un partido. Y, por si esto no fuera bastante, pensemos en que los futbolistas poseen la virtud de concentrar un porcentaje muy superior a la media de mujeres bellas y deseosas de conocimiento bíblico. La disco Sultán no estaba mal, pero había iniciado su etapa de decadencia a la par que algunos de sus más ilustres visitantes empezaban a cumplir los treinta y tantos y decidían terminar sus carreras en los Estados Unidos, los Emiratos Árabes y otros lugares similares de paupérrima tradición futbolera. Según Pachampion, era Galaxy 2.0 el local que lo petaba con diferencia en aquellos momentos. A seis kilómetros de la salida norte de la ciudad, lindando con las primeras urbanizaciones de lujo del extrarradio, el edificio de una antigua fábrica de zapatos se había rehabilitado en forma de macro discoteca, y en pocos meses el reclamo de su gente guapa y su música taladradora arrastró a la fauna noctámbula más ilustre. En la pizarra táctica de Pachón, la jugada se iniciaba en la zona de barra para una nueva carga de combustible —a 25 euros la consumición—, tras lo cual vendría una operación casi inversa, esto es, la típica invitación viril a compartir una descarga líquida en los baños. Aquí el yanqui se iba a encontrar con una gran sorpresa: dentro de la cabina en la que el Monstruo lo invitó a entrar, además de un retrete, le estaría esperando una joven que simularía haberse escondido allí para esnifar una raya de coca. Davenport no tomaba ninguna droga que no fuera alcohol, así que la mercancía que aquella chica se metía por la nariz era lo único que no afectaba al presupuesto de la mascarada. En realidad, la chica era una de las dos supuestas admiradoras del restaurante, ahora con el pelo suelto, maquillada como un cadáver desfigurado y vestida como una groupie (camiseta sin mangas que dejaba el ombligo al aire, vaqueros recortados por la mitad de las nalgas y botas de militar; se había cambiado en el taxi camino de Galaxy 2.0). Irreconocible para el americano.
Ya se había alargado bastante la fase de calentamiento. Era el momento de pasar a la competición. Antes de que Davenport tuviera tiempo de devolver su miembro a las profundidades de la bragueta, la chica se las había ingeniado para arrodillarse y tomar el control de la situación. El resto, lo dedujo sin dificultad Pachoneitor cuando vio salir del cubículo a nuestro gran jefe, con los faldones de la camisa colgando y con una sonrisa de esas que sólo conocían las víctimas de sus operaciones empresariales más devastadoras. Un éxito. (Añado, como dato anecdótico, que en la negociación de su pantomima El Máquina intentó sacarle a su amiga un francés de cortesía, pero se ve que no hubo manera.)
¿Se acordaba alguien ahora de aquella muchacha que estaba trabajando en un congreso en Singapur? Por si acaso, había que seguir completando el puzzle. La siguiente pieza: el reservado. Esa palabra —Reservado—, al menos en nuestro mundo de corbatas, tiralevitas y alientos con olor a ginebra, resulta casi mágica. El reservado de la discoteca parecía una sucursal sin ruedas de la limusina. La iluminación, la música de ambiente y la cubitera del champán eran idénticas; sólo difería el estampado de los asientos, en este caso imitación de piel de jaguar. No tardaron ni diez minutos en aparecer por allí las primeras visitantes. Tres pibones de calendario casposo que actuaron como el gancho perfecto para que el americano mantuviera sus niveles de arrogancia y excitación. Al cabo de un rato, se unió a la fiesta la última de las amigas de Pachón, la mejor actriz, aquella que terminaría por convencer al eminente hombre de negocios de que podría regresar a su tierra cambiando el latiguillo “Dios bendiga a América” por el más eufórico y prometedor “Chicago, bájate las bragas”.
Ver a Davenport fornicar era algo que sobrepasaba los límites de la correcta digestión hasta para el Monstruo. Dejó al yanqui consumando su triunfo con la última de las figurantes en el reservado, y él se retiró a celebrar su todavía mayor victoria con un escocés de 12 años que le sirvieron en la barra y que pagó con gusto de su propio bolsillo (me contó que no pidió ticket de caja del mismo modo en que alguien te contaría que no le pidió anestesia al dentista).
Comparada con la del cuarto de baño de unas horas atrás, la sonrisa de Elias Davenport al salir del reservado era el Gran Cañón del Colorado. El hombre enamorado que embarcó en un avión al otro lado del océano ya no existía. El doctor Pachonstein lo había transformado en el máximo aspirante a protagonista del serial latino de sobremesa, el torrente de pasión, el volcán del deseo, todo eso. El Monstruo ya tenía su monstruo.
Ya lo sé. Todavía no viene la palabra fin.
Es lo mismo que yo le comenté. El fin de semana dura, como mínimo, 48 horas. Todo perfecto el viernes, pero, ¿qué pasaba con el sábado y el domingo? Hablamos de Pachón, que nadie lo olvide. Creo haber repetido ya unas cuantas veces que nadie se forja una leyenda porque sí. Con el puto amo rendido a sus planes y patéticamente convencido de haber descubierto sus dotes ocultas de ligón, el Monstruo tenía ahora que lograr que el fin de semana terminara ahí. Es decir, frenar al torrente de pasión. Menuda papeleta. Por eso Pachón es quien es. Lo tenía todo previsto. La jugada final. El golpe maestro.
Sé muy bien que después de una noche de juerga, antes de decidir si uno se retira ya o no, suele sobrevenir un golpe de hambre un tanto caprichoso. Puede que sea un alarde clarividente del organismo, que sabe que si te vas a dormir a las 6 de la mañana lo más probable es que te saltes el desayuno. En la época en que acostumbraba a trasnochar, recuerdo haber protagonizado a menudo la paradoja de desayunar antes de acostarme. Sienta muy bien. Y el menú es variado. Unos días era chocolate con churros, y otros, oreja a la plancha con botellines de cerveza. Imagino que para un estadounidense esto es materia ignota. O sea, entiendo que, aunque Davenport no tuviera ni pizca de hambre, al menos sintiera curiosidad por participar de una pintoresca costumbre autóctona. Además, seguro que se moría por contarle la última batallita sexual a su cicerone. Fuera como fuese, el yanqui recibió de buena gana la propuesta de buscar un bar de los que abrían temprano para recenar, desayunar o comoquiera que se llamase oficialmente aquella comida extemporánea.
Se lo llevó a Casa Eustaquio. Con un par. Cuando vas por primera vez, no encuentras la diferencia entre una chistorra y un cartucho de dinamita. He visto a gente jugar a la ruleta rusa con una ración de pimientos de Padrón (circula la leyenda de que Eustaquio les inyecta algo a los que pican para que piquen todavía más). Absténganse dietistas, nutricionistas y, sobre todo, escrupulosos. Pachón me ha llevado cuatro o cinco veces, y después he ido yo en un par de ocasiones más. Diría que El Máquina es cliente VIP si no fuera porque esa denominación en semejante lugar sería como ponerle Farruquito a una autoescuela. La razón de que el bar no esté clausurado por Sanidad es la misma por la que la policía de Nueva York no entra en determinadas zonas de Harlem. La clientela habitual de Casa Eustaquio es inmune a todo, igual que las ratas del metro, que mueren la primera vez que prueban el veneno pero después engordan como liebres. (Yo no vomité tras mi primera visita, pero tampoco pude dormir aquella noche.) Pachoneitor había pactado con el tabernero tres posibilidades: ensaladilla rusa prehistórica, croquetas de cocido al carbono catorce, o tortilla paisana cuatro estaciones (un año de vida, en otras palabras). Hay otro rumor jocoso que sostiene que algunos productos de Casa Eustaquio tienen la fecha de caducidad impresa en números romanos. Esto da risa, pero si uno piensa que Eustaquio es el único comerciante de la ciudad que sigue aceptando el pago en pesetas, a lo mejor empieza a hacer menos gracia.
En fin. Un poco de ensaladilla por aquí, una croquetita por allá, un pinchito de tortilla… Resumo: Davenport consumió lo que quedaba del fin de semana entre la cama y la taza del váter de su habitación de cinco estrellas. Así hasta que embarcó en su avión de vuelta, el domingo a las 19’45, con un cargamento de Fortasec entre su equipaje de mano, y aun así feliz, entregado de lleno a su nueva faceta: “Soy Elias Casanova Davenport, muñeca; ponte a la cola”.
Desde luego, Pachón siempre tuvo la intención de cargar a la empresa los gastos de aquel viernes. Es verdad que por primera vez en su vida tuvo miedo de que no se los aceptaran, pero creo que fue más un producto de la tensión que otra cosa. Los de contabilidad —fieles como nadie a su cometido— trataron de cazarlo con la pobre argumentación de que la factura del restaurante se había emitido a las 00:08 horas, lo que significaba que dicho gasto pertenecía al sábado y debería, en consecuencia, superar el filtro de control especial. Pamplinas burocráticas para asustar panolis. Y aun así, aun en el caso de que El Máquina hubiera tenido que pagar aquella cena, no creo que su felicidad fuera menor. Pensemos en todo el entramado, en todos los costes derivados del mismo que se colaron como buenos y que todavía siguen habitando como agentes infiltrados en los libros de cuentas de la empresa. Me descojono cada vez que imagino cuántas de las amigas no académicas de Pachoneitor están dadas de alta como profesionales autónomos en nuestros ficheros de proveedores (taxistas, consultores, relaciones públicas, monitores de lo que sea) sin que ningún altivo hermeneuta de la sección financiera sospeche lo más mínimo.
Y la guinda: apenas tres meses después, llegó a nuestros oídos y nuestras cuentas de correo electrónico la noticia de que Elias Davenport había sido detenido por intento de abuso sexual. La demandante era Cynthia T. T., gerente de operaciones en Centroamérica, quien —mire usted por dónde— venía resistiéndose de forma repetida a las insinuaciones del jefazo; primero taimadas, luego proclamadas verbalmente, y, en último término, convertidas en ataque frontal. De vez en cuando tengo la tentación de preguntarle a Pachón si se siente culpable o como mínimo responsable en alguna medida de todo esto, pero creo que ya sé la respuesta. Y no voy a ser tan hipócrita como para censurarle. Una cosa tengo clara: puede que mis clientes me odien y hablen mal de mí a mis espaldas; ahora bien, que intenten pasar gratis una noche de sábado a Sultán o a Galaxy 2.0, o que me digan cuántas veces se han puesto ciegos de Dom Pérignon en una limusina del tamaño de un hotel de Las Vegas. O si no, que prueben a comerse unos huevos rellenos en Casa Eustaquio. A ver quién ríe el último.